
Juan Parrochia Beguin, el hombre tras el Metro de Santiago
27/12/2024 | 12:30

A los 27 años ya había andado en todos los metros del mundo. Su conocimiento, mezclado con su carácter, lo convirtió en la figura clave de la obra y en su primer director. Si hay alguien a quien Santiago le debe su metro, ese es Juan Parrochia Beguin, Premio Nacional de Urbanismo 1996. Este perfil, realizado durante su último año de vida y publicado en “El gran libro del metro de Stgo”, es nuestro homenaje al arquitecto y urbanista fallecido en febrero de 2016.
En los altos pasillos del antiguo edificio del Departamento de Urbanismo de la Universidad de Chile, en Santiago, un vozarrón atravesaba las paredes y se dispersaba como si un viento invernal se colara por una ventana y moviera las cortinas, desordenara los escritorios y volteara las páginas. Nadie quedaba indiferente al expansivo alboroto.
—¡Qué se ha imaginado! ¡Salga de mi oficina! —se oyó gritar a alguien con voz gruesa e inconfundible.
La arquitecta María Isabel Pavez, entonces una ayudante de 25 años, se puso de pie, nerviosa, dispuesta a golpear la puerta para interrumpir la tormenta. Era su profesor titular, el arquitecto Juan Parrochia, quien sermoneaba a uno de los tantos “expertos en transporte” que le solicitaban una entrevista y que, al explicarle sus motivos, le había soltado someramente un “entiendo que usted tiene algo que ver con el metro”.
“¡Algo que ver...! —gritaba Parrochia—. ¡Vaya e infórmese primero sobre todo lo que he hecho los últimos veinte años antes de venir a decir semejante tontera!”.
Era a comienzos de los años 80. El metro llevaba apenas unos años funcionando y la Línea 1 abarcaba desde las estaciones San Pablo hasta Salvador; la Línea 2 llegaba únicamente hasta Franklin.
Es probable que esa mañana Parrochia haya vociferado algo como “¡El metro soy yo!”, y no hubiera sido la primera vez que su genio impetuoso, irreverente e imponente le pusiera esa frase en la boca. “¡Cómo pregunta semejante tontera, usted es un ignorante!”, solía replicar a alumnos, académicos y hasta a algunos empresarios que iban a verlo sin haberse preparado lo suficiente. Pero lo que venía después del trueno era la luz del relámpago.
—Si podía, o si quería —dice María Isabel—, después respondía con la soltura de un sabio. Era por lejos el arquitecto que más sabía de urbanismo en Chile. Quizás sea el único profesional titulado de urbanista propiamente tal y no solo con posgrados en la materia.
Luego de estudiar Arquitectura en la Universidad de Chile, Parrochia se tituló de urbanista en Bélgica, en la Universidad de San Lucas, y conoció de cerca al francés Gaston Bardet, uno de los mejores urbanistas del mundo. Después hizo especializaciones y posgrados durante una década. Y además era el que más sabía de metros en Chile, afirma Vicente Acuña, arquitecto y consultor que trabajó con Parrochia en el Ministerio de Obras Públicas (MOP) en los años 70.
“Ante las dudas, confusiones o pequeños tropiezos que enfrentábamos en la etapa de diseño de Metro de Santiago, nos decía de pronto ‘a los 27 años yo ya había andado en todos los metros del mundo, así que dígame, de qué metro me está hablando y por qué le parece tan interesante’. Nos dejaba helados, pero también nos obligaba a subir la vara para que las discusiones fueran precisas, técnicas”, expresó.
Efectivamente, en 1953, después de titularse de arquitecto, Parrochia partió en tren a Antofagasta y desde ahí tomó el barco Campo Grande hacia Marsella. Visitó a sus parientes Parrochia, afincados en Lyon, y a los Beguin en Suiza. Les llevó fotos de sus padres en Traiguén. Pero su objetivo final era otro: aprender urbanismo de primera mano, dando la vuelta al mundo en motoneta.
La vuelta al mundo
Hasta 1957 viajó por cincuenta países y un centenar de ciudades, y conoció los veinte trenes metropolitanos que en esos años funcionaban en las principales ciudades del mundo. Hizo siete viajes, que iba intercalando con sus estudios en Bélgica, una colaboración en el Instituto de Urbanismo de París y un trabajo en el Ministerio de Urbanismo y Reconstrucción de Francia, que encaró la devastación de la Segunda Guerra Mundial con una replanificación de sus principales urbes.
En un primer viaje, Parrochia recorrió Francia, España, Italia, Austria, Gran Bretaña e Irlanda; después casi toda Europa del Este y los Balcanes. Luego cruzó el Mediterráneo hasta los países del norte de África. En un cuarto viaje recorrió el Medio Oriente, desde Turquía hasta Irak.
Viajaba como un vaquero o un buscador de oro, con una pistola en el bolsillo del impermeable. En alguno de sus diarios de viaje, que nunca ha vuelto a releer, anotó: “a veces viajaba con mi ropa sucia, gastada y arrugada, con mis zapatos polvorientos, con mi cara y cuerpo bronceados por el sol”. María Isabel Pavez antologó esos diarios para el libro En la ruta de Juan Parrochia, Premio Nacional de Urbanismo 1996 (2003).
Tenía un dicho: “mirar siempre hacia delante y dejar el pasado atrás”. Y otro: “los que tiran la carreta siempre terminan arrastrados por ella”. Y otro más: “no hay mal día: todos los días son buenos”. Finalmente uno muy técnico: “el día del urbanismo es todos los días”.
En su archivo de fotos se palpa que Parrochia no solo visitaba los lugares turísticos y las pirámides. En cada país se entrevistó con arquitectos, urbanistas y constructores. Visitó a las esfinges vivientes del urbanismo mundial: a los franceses Gaston Bardet y Robert Auzelle, con quienes trabajó y estudió; al famoso arquitecto Henry Van de Velde en Suiza; al sabio Väinö Auer en Islandia; a Alfred Roth, el principal discípulo de Le Corbusier. Y en Viena se entrevistó en dos ocasiones con Karl Brunner, el fundador del urbanismo moderno en Chile, que planificó la comuna de Santiago en los años 30. Por cierto, Brunner fue el autor de uno de los varios proyectos de metro en Santiago, cuando todavía la ciudad no estaba madura para ellos.
En agosto de 1953, Parrochia le llevó a Brunner el bosquejo de un metro urbano hecho por el ingeniero de ferrocarriles del MOP Leopoldo Guillén, quien lo había presentado al gobierno de Carlos Ibáñez del Campo y que estuvo próximo a ser construido. Era uno de los 35 bosquejos y croquis para un metro de Santiago que se habían acumulado desde 1922. El de Guillén fue el último en quedar solo como bosquejo: luego vendría la construcción definitiva a partir del proyecto de Parrochia.
Parrochia no era un fanático de los trenes. De hecho, detestaba que al metro se le llamara “ferrocarril” metropolitano o subterráneo. Su padre, el agricultor de trigo Esteban Parrochia, descendiente de una estirpe de canoeros venecianos avecindados en Lyon, Francia, le enseñó a leer a los cinco años en su propio escritorio. En la pared tenía un afiche con un plano del Metro de París.
El urbanista recuerda que su padre lo hacía aprenderse las estaciones, los recorridos y los nombres de las catorce líneas parisinas mientras le enseñaba francés y español a la vez.
Su vuelta al mundo concluyó en 1957. En Nueva York, casi terminando el periplo, escribió en su diario: “me siento muy feliz. Algo en Nueva York me recuerda Santiago, es extraño pero es así. Algo muy parecido que no había encontrado en ninguna otra ciudad del mundo, es algo en el ambiente de las calles, en la gente, en las luces, tengo la sensación de que mis viajes se han terminado. Es la primera vez que me sucede”.
Grandes obras públicas
Cuando se instaló en Chile en 1957, ingresó de inmediato al Departamento de Estudios y Proyectos del Ministerio de Obras Públicas, que comenzaba a trazar el nuevo Plan Intercomunal de Santiago (1960-1990 con proyección hasta 2000). Un sistema de normas urbanísticas y vías de transporte estructurales que vinculaba a todas las comunas de la ciudad en un solo plano.
Ingresó a la repartición como arquitecto y urbanista, y a partir de 1960, pasó a ser jefe de ese Plan. Como tal lo presentó al Ejecutivo y obtuvo su aprobación. Durante los diecisiete años siguientes dirigió proyectos que cambiaron el rostro público de Santiago y de gran parte del país, diseñando obras que perdurarían más de cincuenta años. Junto a diversos profesionales, fue parte de la construcción del aeropuerto Pudahuel, de la avenida Norte-Sur bajo la Alameda (hoy Autopista Central), la rotonda Pérez Zujovic y la extensión de la avenida Kennedy, la circunvalación Américo Vespucio, el camino internacional a Mendoza, la autopista Santiago-San Antonio y la autopista elevada entre Viña del Mar y Valparaíso, entre otras. Tras el terremoto de 1960 participó en el replanteamiento de las devastadas Valdivia y Concepción.
En 1964, cuando asumió Eduardo Frei Montalva como Presidente, Parrochia se embarcó en la reestructuración completa del MOP, institución de la cual se desprendió el Ministerio de Vivienda y Urbanismo. Todo lo vinculado al tema de transportes se concentró en una subsecretaría hasta que, en 1974, mereció también un Ministerio. El arquitecto Teodoro Veloso, que conoció a Parrochia haciendo clases en la universidad, recuerda que este le contaba que a poco de asumir Frei Montalva lo llamó a su despacho —se conocían y habían conversado durante la campaña presidencial— para pedirle que estudiara alguna solución para el transporte de Santiago, caracterizado por una aguda congestión en las calles céntricas y un notorio déficit de capacidad en la locomoción colectiva. Juan Parrochia, según él mismo ha relatado, respondió: “con mucho gusto, Presidente, pero no la voy a estudiar. La voy a construir”.
Fue un paso fundamental, porque la lentitud del tráfico era un problema grave para la ciudad. En 1964, Parrochia fue nombrado secretario técnico de la Comisión Metropolitana de Tránsito Rápido, una comisión de seis ministerios y una docena de organismos públicos y hasta parlamentarios, que tenía por misión proyectar vías y medios de transporte masivo acordes con el Plan Intercomunal de Santiago. Es decir, que soportaran la expansión de los siguientes cuarenta años y una población de seis millones de habitantes.
Para eso era necesario saber para dónde y por qué se movía la gente en Santiago. Hasta ese año todo se hacía por supuestos. Parrochia fue el promotor de la Primera Encuesta Origen-Destino en Santiago 1965-1966, aplicada con el aporte de la Agency for International Development del Gobierno de Estados Unidos. Los datos fueron reveladores: el 75 % de los viajes de los santiaguinos se hacían en 2.900 micros de todo tipo. De ellos, el 70 % se dirigía al centro de la ciudad o provenía del centro. Es decir que solo un 30 % de los viajes se realizaba entre las demás comunas. Y aunque había solo 350.000 autos particulares en Santiago, se proyectaba que cuarenta años más tarde el parque automotriz alcanzaría el millón y medio de vehículos.
En 1965 el Gobierno, después de un concurso en que participaron dieciséis empresas, asignó a un consorcio de tres empresas de ingeniería (dos francesas, BECEOM y SOFRETU, y la chilena CADE) el estudio de un Sistema Metropolitano de Transporte que tuviera el mismo rigor del Plan Intercomunal: que soportara al menos cuarenta años de crecimiento de la población de Santiago.
El resumen de ese estudio, el Libro naranja, llamado así por el color de su portada, se inicia con una frase que después se hizo un lugar común en discursos y exposiciones: “en la historia de las ciudades llega un momento en que el problema del transporte pasa a constituirse en un problema vital para la movilidad de sus habitantes”.
En una de las tantas exposiciones que realizó para difundir el proyecto, Parrochia señaló: “el transporte rápido y masivo es para la metrópoli el sistema circulatorio de este gran organismo vivo”. Y debía implicar desarrollo, pero con criterio social: “el dueño del automóvil más lujoso no debe gozar de ninguna ventaja —en cuanto a transporte urbano— con respecto al más humilde pasajero de metro. Porque las soluciones de bienestar humano son para todos los habitantes de la metrópoli, no para quienes puedan pagar más”. Así lo consigna una publicación de 1976 de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, dedicada al profesional.
Ese Sistema de Transporte contemplaba cinco líneas de metro y dos trenes suburbanos, alimentados por buses de acercamiento.
"El 29 de mayo de 1969, cuando se dio inicio a las excavaciones con maquinaria fiscal en el sector de la comuna de Las Barrancas -hoy Pudahuel- en el tramo de la Línea 1, fue un día memorable".
Juan Parrochia.
En el momento adecuado
Todo Chile conoció el proyecto de metro de cinco líneas propuesto en 1968. Pero debajo, soterrado, había un proyecto que consideraba hasta quince líneas y que se prolongaba hasta 2040. Cuando se aprobó, se descartó la construcción de un monorriel, de un tren colgante y de otras alternativas por tierra. Pese a ser la más cara (el cálculo original fue de 780 millones de dólares, según documentos conservados en el Archivo Nacional), un metro subterráneo era la obra que ofrecía menor impacto futuro y mejores expectativas de desarrollo a la ciudad.
Así, a los 35 años Juan Parrochia fue nombrado jefe de la Oficina de Estudios y Proyectos Especiales de Equipamiento Metropolitano y le asignaron una oficina en el cuarto piso del MOP. Pronto a la oficina se le conocería como Dirección de Metro y Vialidad Urbana.
“Fue el hombre adecuado en el momento adecuado —reflexiona el arquitecto Vicente Acuña, quien entró a trabajar a esa oficina junto a otros dieciocho profesionales en 1968—. El proyecto de metro tenía tantos opositores que no hubiera sido posible sacarlo adelante sin una persona con ese carácter y ese conocimiento”. Varias historias refrendan esta opinión.
El 28 de mayo de 1969, el ministro de Obras Públicas, Eugenio Celedón, anunció por cadena nacional que se había aprobado la construcción de un metro para Santiago. Para evitar cualquier duda o traspié, al día siguiente Parrochia ordenó que dos excavadoras del MOP fueran instaladas en la intersección de avenida Las Rejas con Alameda. "El 29 de mayo de 1969, cuando se dio inicio a las excavaciones con maquinaria fiscal en el sector de la comuna de Las Barrancas —hoy Pudahuel—, en el tramo poniente de la Línea 1, fue un día memorable”, evoca hoy Parrochia.
“Le preguntó al arquitecto Peter Himmel dónde venía el eje, hizo que los geógrafos trazaran las líneas y ordenó a las máquinas comenzar a picar”, rememora Acuña. Sorprendió a alcaldes, ministros y sobre todo a los gerentes de las empresas de servicios públicos, que hasta ese momento eran los amos y señores del subsuelo: por ahí circulaban los ductos de agua, gas, teléfono y electricidad. En dos meses la Alameda estuvo llena de perforaciones. Con esa política de hechos consumados ya nadie podría echar atrás el proyecto.
Parrochia visitaba las obras hasta los domingos, después de ir a misa con sus hijos. “El metro le dejaba poco tiempo para su familia. Trasnochaba, se amanecía, peleaba personalmente cada peso”, dice el ingeniero Aníbal Mardones, que trabajó con él en 1970.
Otra historia: terminaba 1970 cuando Parrochia se enteró por ciertos rumores de que el presupuesto para el año siguiente venía con un recorte del abultado monto asignado a Metro (350 millones de dólares de la época), y fue a hablar con el ministro de Hacienda de entonces, Andrés Zaldívar. No estaba y lo recibió el director de Presupuesto, Edgardo Boeninger. Pero Parrochia insistió en hablar con el ministro: “Yo no hablo con el contador —le advirtió—. ¡Yo hablo con el dueño!”. El mismo Parrochia ha dicho que Boeninger no volvió a dirigirle la palabra.
Aníbal Mardones explica que proyectos anteriores de obras públicas se habían detenido y caído por lo mismo, recortes en el presupuesto, por eso le interesaba tanto a Parrochia dejar amarrado el proyecto completo, más allá del gobierno que lo hubiese iniciado.
Metro de Santiago era un proyecto caro para Chile. Hasta 2013 todavía seguía siendo considerada la inversión más alta en obras públicas de la historia del país, una que implicó 50 mil planos: más que todos los edificios construidos en Santiago desde la Independencia. Más fierro que todo el que producía Chile en una década. Más arquitectos e ingenieros que toda construcción anterior en Chile. Más innovaciones técnicas e ingenieriles que todo lo conocido hasta 1970. El primer computador. Las primeras vigas de hormigón pretensado. Los primeros trenes con piloto automático.
En su campaña presidencial, Salvador Allende proclamó ante tamaño gasto público que el metro era “un despilfarro solo para los ricos”. De hecho, después de asumir sacó a Juan Parrochia del proyecto y nombró en la dirección al ingeniero Eduardo Paredes. Pero era tal el respeto que inspiraba Parrochia que, un día antes del anuncio, el propio Paredes fue a verlo a su casa y le ofreció quedarse en una oficina de Vialidad Urbana, como cuenta su familia.
“El equipo de profesionales que trabajaba con Parrochia tenía tanta mística, tanta motivación y un nivel técnico tan alto que los sucesivos directores de Metro se encantaban rápidamente con el proyecto y, en lugar de detenerlo, se ponían la camiseta para continuarlo”, dice Vicente Acuña, arquitecto de Metro por 40 años.
Desde su refugio de Vialidad, entonces, Parrochia se dedicó a trabajar en los pendientes de la Comisión de Tránsito Rápido. Terminó los proyectos arquitectónicos de Kennedy, Américo Vespucio, la rotonda Pérez Zujovic, las costaneras Norte y Sur al costado del Mapocho, los accesos a la ciudad por la autopista Norte-Sur y la ruta 78 a San Antonio. Casi todas las vías modernas concesionadas treinta años después están construidas sobre los trazados de esa Comisión.
Por su parte, Salvador Allende comprendería muy pronto que la construcción de un metro para Santiago hasta podría ser el sello de su gobierno, y así durante la Unidad Popular el proyecto siguió adelante, aunque con retrasos por la convulsión política y alzas de costos por la devaluación de la moneda de la época, el escudo.
Cuando alguien criticó que era un metro muy lujoso para un país subdesarrollado, Parrochia contestó: “-¡Con los recursos que disponía hice lo mejor de lo mejor, pues eso es lo que los chilenos se merecen!”.
El mejor Metro posible
El 17 de septiembre de 1973, la Junta de Gobierno le ofreció la dirección de Metro al ingeniero Raúl Aitken Lavanchy, pero este le cedió su lugar a Juan Parrochia y fue nombrado su primer director.
“Tenía el encargo de acortar el gastadero —dice Acuña—, pero Parrochia convenció a la Junta Militar de que la única obra importante que era posible de inaugurar en el futuro cercano era el metro. Así es que redoblaron esfuerzos hasta inaugurarlo”.
Desde el mismo día en que repusieron a Parrochia en el cargo, sus detractores de los gremios de los microbuses y los ferrocarriles, que pretendían frenar las obras, lo acusaron por la prensa y en la Contraloría. Decían que se había apropiado dineros. Que había elegido el proyecto francés, el más caro, porque era francófilo; que había optado por neumáticos en lugar de ruedas de acero porque cierta industria le habría pagado. Parrochia resistió los embates y respondió a la Contraloría con un extenso y detallado oficio, que aún se conserva en el Archivo Nacional.
El proyecto Metro estaba muy bien estudiado, su financiamiento era transparente y su ejecución impecable, determinó la Contraloría. Las acusaciones basadas en falsedades quedaron en el olvido, y también sus autores. Finalmente, el 15 de septiembre de 1975 se inauguró la Línea 1. El metro iba desde estación San Pablo hasta La Moneda. Dos meses después, el 26 de noviembre de 1975, tras discutir con un ministro, Juan Parrochia renunció a su cargo.
En los siguientes años, el arquitecto rechazó ofertas para realizar otros metros en Sudamérica. Ejerció como consultor internacional en desarrollo urbano y transporte metropolitano de las Naciones Unidas, y se dedicó a la investigación y la docencia como profesor de pre y posgrado en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, donde solía compartir con los estudiantes su mirada personal sobre las cosas, con frases como esta, que tiene anotada en sus diarios: “Las ciudades, las regiones y los países requieren, en cada ámbito, ser pensadas y administradas por estadistas iluminados, que tengan las cualidades de esas mujeres formadas desde épocas neolíticas y que, sin sacrificar valores ni principios, puedan encontrar el equilibrio natural, social y económico de nuestras comunidades en cada época”.
En 1986, la Universidad de Chile recibió al experto francés en redes urbanas Gabriel Dupuy, quien tuvo como anfitrión a Juan Parrochia y a sus ayudantes los arquitectos Teodoro Veloso y María Isabel Pavez. Lo llevaron a una entrevista en la Dirección del Metro y a conocer las obras de la estación Cal y Canto. Al entrar en la red por la estación Universidad Católica, el experto francés dijo: “Este metro es muy lujoso para un país subdesarrollado”.
Sin duda, la entrada equivocada para iniciar una conversación con Parrochia. Molesto, este le contestó: “¡Con los recursos que disponía hice lo mejor de lo mejor, pues eso es lo que los chilenos se merecen!”. Tras el abrupto intercambio, viajaron en silencio hasta Cal y Canto, que estaba en plena construcción.
Los cambios drásticos que había llevado a cabo el gobierno militar en la planificación del metro y la paralización de las obras públicas por diez años no fueron del agrado de Parrochia. Así lo reconoció públicamente. De hecho, ese silencioso desplazamiento hasta la estación Cal y Canto sería una de las últimas ocasiones en que Juan Parrochia tomaría el metro, cuando apenas habían pasado diez años desde su inauguración.
“Nunca más volví a subir —confesó Juan Parrochia—. No subo al metro hace casi 30 años”.
Tampoco escribió sus memorias. La compilación de su aporte al urbanismo de Santiago y a la red de transporte público está concentrada en publicaciones de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, donde fue docente durante más de 40 años.
“No tengo bitácora ni diario de vida. Cuando me titulé y me dirigí luego a Europa a estudiar urbanismo, hice mi primera vuelta al mundo llevando un diario de viaje, pero nunca lo he leído. Pienso que no hay que volver al pasado. Al regresar a Chile me dediqué a ejercer la profesión de urbanista y no tuve mucho tiempo para escribir; si me hubiera dedicado a escribir tanto detalle habría hecho bastante menos”, señaló.